domingo, 24 de mayo de 2009

Los Elementos de la Enseñanza-Josetxu

Entender el currículum como el trabajo práctico y teórico de los profesores, supone considerar a los elementos de la enseñanza como los medios para configurar los instrumentos de su acción, de su trabajo profesional. Ahora bien, el planteamiento defendido en el artículo anterior exige que la conceptualización que de ellos se haga deba favorecer la consideración y el replanteamiento continuado de los aspectos generales que determinan su labor profesional: las funciones de la escuela en la sociedad, el papel del profesorado como agente socializador, las concepciones de la enseñanza y del aprendizaje vigentes, etc., evitando caracterizaciones que fomentan una visión de los mismos en términos meramente técnicos y/o como determinantes previamente fijados que no son susceptibles de modificación. Si el desarrollo del currículum constituye el trabajo del que todo docente es responsable, el mismo debe entenderse como la práctica consciente del profesorado centrada en la elaboración de estrategias de enseñanza mediante la toma de decisiones en los elementos que configuran y sobre los que se puede incidir personal o colectivamente. Esta caracterización necesita ser contrastada a través de un análisis de las diferentes conceptualizaciones que se suelen realizar de los diversos elementos de la enseñanza y de las correspondientes técnicas o recursos didácticos que se proponen para su concreción. Entre los elementos de enseñanza que configuran un currículum se suelen distinguir, al menos, los siguientes: objetivos, contenidos, actividades de aprendizaje, evaluación, materiales de aprendizaje y medios, tiempo, espacio y entorno, agrupamiento de alumnos y estrategias de enseñanza. Nueve elementos que suelen abordarse de maneras diferentes a la hora de diseñar y desarrollar proyectos curriculares y que conducen, según cómo se traten y se interrelacionen entre sí, a la concreción de una variedad de diseños, todos ellos consistentes si las decisiones que se toman referidas a las fuentes y a los elementos considerados son compatibles y coherentes entre sí. Como estas decisiones dependen de valores y supuestos siempre susceptibles de deliberación y como, además, ningún diseño teórico existe en la práctica de una manera pura pues se desarrolla a través del trabajo práctico del profesorado, conviene dejar claro, de entrada, que no existe un modelo de diseño y desarrollo curricular superior en términos absolutos a otro. Tampoco existe una forma de planificar la enseñanza que conduzca por sí misma, por el mero hecho de aplicar los principios que subyacen en ella, a una enseñanza de mayor calidad o eficacia, como en cierta medida nos hacen creer los intentos de desarrollar la teoría curricular al modo de una ciencia aplicada. Los diferentes modelos didácticos resaltan el papel de ciertos elementos sobre los restantes y, como es sabido, el propio desarrollo de los estudios e investigaciones en el ámbito de la didáctica refleja un intento de valorar a los objetivos educativos y a la evaluación como los elementos de mayor carácter configurador del currículum y del trabajo en las aulas. No está de más el recordar que son los elementos más analizados en las publicaciones de Didáctica general y especial, y el hecho de que, en gran medida, se haya 1legado a identificar el proceso de programación con el de determinación de los objetivos y sus correspondientes pautas de evaluación. A su vez, los contenidos educativos vuelto a ocupar un lugar central entre los elementos didácticos en base a un proceso de revalorización de su papel en la enseñanza que preciso considerar. Nuestro breve análisis de los diferentes elementos que configuran todo modelo didáctico, se va a centrar, por ahora en los tres citados. LOS OBJETIVOS EDUCATIVOS En la literatura especializada se ha llegado a entender por objetivo educativo a todo resultado pretendido y pre-especificado en un programa planificado de enseñanza que es expresado en términos de lo que se espera que el o la estudiante aprenda. Junto a esta versión más extendida de lo que es un objetivo educativo, han proliferado los adjetivos que lo califican, las taxonomías que los clasifican y las tablas que los especifican, todo ello dirigido a conseguir que las conductas del alumnado se expliciten en términos observables, conductuales, indicando tanto el nivel de rendimiento esperado como el contenido sobre el que se desarrolla y las condiciones de su realización. Al discutir los argumentos a favor y en contra de la utilización de los objetivos en la planificación del trabajo docente y en su realización, conviene especificar tanto quién los utiliza, como el contexto y el tipo de utilización que se hace de los mismos. En el ámbito del diseño curricular, se pueden emplear sin asumir previamente ningún supuesto sobre su nivel de especificación, dado que pueden clarificar las intenciones de los que diseñan o desarrollan el currículum y suelen ayudar a centrar la atención tanto en las estrategias de enseñanza como en las actividades de aprendizaje. Ahora bien, su uso va a depender de si el que desarrolla el currículum quiere utilizarlos porque le son útiles, o se vea obligado a hacerlo porque así se lo exigen o porque entienda que es la única vía «científica» de desarrollarlo. La clarificación de las intenciones de la enseñanza constituye un ejercicio difícil, que suele requerir mucho tiempo si lo que se pretende es especificar detalladamente los objetivos a nivel del diseño de la instrucción, y que lleva consigo el peligro de no cuestionar los restantes elementos de la enseñanza al dedicar a dicha tarea el escaso tiempo con que se cuenta para planificar. Por ello, además de por las consideraciones relativas a su fundamentación en términos conductistas, se han desarrollado críticas a su utilización tanto desde perspectivas prácticas (el profesorado no los utiliza para planificar la enseñanza, recurre más bien a los contenidos y las actividades relacionándolos con tareas instructivas), como teóricas (existen otros elementos de la enseñanza que exigen ser discutidos previamente a la elaboración de cualquier listado de objetivos). De hecho, en los proyectos curriculares centrados tanto en el estudiante como en la sociedad, el concepto de predeterminar y establecer explícita o implícitamente los objetivos educativos se rechaza o apenas juega ningún papel, siendo utilizado casi exclusivamente en los que se centran en el sujeto de estudio, en las disciplinas científicas, como fuente de datos decisiva para la elaboración del diseño y su desarrollo. Por otra parte, de los diferentes modelos de organización del proceso de desarrollo curricular, únicamente el denominado R-D-D (Investigación-Desarrollo- Difusión) plantea como imprescindible el establecimiento de los objetivos en la primera fase del proceso y, como es sabido, dicho modelo considera al profesorado únicamente como consumidor de proyectos elaborados por equipos de expertos, minimizando su papel en su elaboración y desarrollo. Por último, de los diferentes enfoques utilizados a la hora de desarrollar currícula es únicamente el enfoque medios-fines el que valora como esencial e imprescindible el establecimiento detallado de los objetivos, mientras que en los enfoques naturalistas, epistemológicos o en los basados en el análisis de experiencias y en las preconcepciones de los estudiantes, apenas si juegan dicho papel. Recurriendo a la distinción puesta de manifiesto en el artículo anterior, podemos afirmar que sería dentro de las posiciones cientificistas donde se asume tal afirmación como dogma ineludible a considerar al diseñar o desarrollar un currículum. Sin embargo, cuando el desarrollo curricular se entiende como la práctica consciente del profesorado centrada en la elaboración de estrategias de enseñanza mediante la toma de decisiones en los elementos que la configuran, asume inmediatamente un carácter de actividad, de resolución de problemas y, en este caso, un temprano énfasis en los objetivos puede fácilmente conducir a la mera reformulación de las prácticas tradicionales de enseñanza, olvidando que cuando el énfasis se pone en la innovación y desarrollo del currículum a través del trabajo del profesorado, los objetivos pueden no ser un punto de partida sino más bien un desarrollo posterior, cíclicamente realizado, de la planificación. Cuando existe, como es el caso, una urgente necesidad de crear e intentar poner en práctica nuevas estrategias de enseñanza, la vía de acceso en la concreción de las intenciones educativas centrada en los resultados esperados no favorece el carácter abierto que tanto el diseño como el desarrollo del currículum deben poseer. Es más, la propia conceptualización de los modelos didácticos en términos formales (dado el objetivo A, se trata de fijar B teniendo en cuenta C y D» —Gimeno. 1981—) conduce fácilmente a la interpretación de que los objetivos terminales no se deben de cuestionar a través de la práctica, reduciéndose de esta manera las posibilidades de apropiación teórica de la práctica por parte del profesorado, a la vez que se afianzan las limitaciones que manifestamos los docentes para interpretar el currículum como un todo y se refuerza la interpretación de nuestro papel como el de meros ejecutores de acciones previstas por otros. Los principios de procedimiento, utilizados por algunos autores como una alternativa al modelo de objetivos, tienen como objeto aclarar el contexto en el que se van a desarrollar las actividades de enseñanza y aprendizaje así como sus funciones, pudiéndose distinguir en ellos diferentes contextos de justificación: un contexto tradicional, uno epistemológico y otro propiamente didáctico (Zabalza, 1986). Tienden a presentarse como alternativa a los objetivos terminales, al defender que es factible la tarea de planificar y desarrollar el currículum partiendo del proceso y no del producto, pudiendo cumplir el papel de sintetizar las sugerencias claves para el funcionamiento curricular (y no actuar meramente como instrumentos de control del profesorado y del rendimiento de los alumnos). Sin embargo, aunque pensemos que el recurso a los principios de procedimiento como guías o criterios para concretar el diseño de instrucción es más adecuado que la vía de los objetivos terminales en la conceptualización del currículum que estamos desarrollando, ello no quiere decir que no haya que considerar a los objetivos educativos como un elemento más de la enseñanza, que no haya que especificar, al nivel de concreción que se desee, tanto los objetivos del docente al plantear tal o cual situación, como los objetivos que se espera alcancen los estudiantes a través de su realización. De hecho, conforme el profesorado vaya apropiándose de su trabajo a través del desarrollo de proyectos curriculares, mayor papel jugará en los mismos la explicación detallada de los objetivos, puesto que se tendrá una mayor capacidad de prever y explicar lo que ocurre en el aula. Esto último exige considerar los diferentes recursos y fuentes para seleccionar los objetivos. Las fuentes más frecuentemente utilizadas no suelen ser las primarias citadas por Tyler (1985): los aprendices, las disciplinas o la sociedad contemporánea, sino fuentes secundarias como puedan serlo las prácticas instructivas dominantes en la actualidad o las tradiciones curriculares características de una sociedad dada. Por ello conviene recurrir, para superar su marcado conservadurismo, a las investigaciones epistemológicas, sociológicas, psicológicas y pedagógicas que avanzan nuestro conocimiento sobre las citadas fuentes primarias. Las propias taxonomías pueden ser útiles si se interpretan como recursos que ayudan a cuestionar tanto los objetivos implícitos o explícitos de las actividades planteadas en las aulas como las pruebas que elaboramos para evaluar al alumnado. LA EVALUACIÓN EDUCATIVA Como decíamos, el segundo elemento de la enseñanza que más se ha destacado en la literatura y en la práctica didáctica en los últimos 30 años ha sido el de la evaluación. Hecho que es muy coherente con los planteamientos desarrollados por la pedagogía por objetivos y por los modelos didácticos cientificistas, pues ha sido precisamente en el contexto de la evaluación donde el concepto de objetivos ha sido más profusamente utilizado y donde ha adquirido la caracterización que mencionamos anteriormente. Efectivamente, ya el modelo de desarrollo curricular propuesto por Tyler (1973) se basaba en la interacción recíproca entre la formulación de objetivos y la evaluación de su logro, puesto que la mejora de los programas educativos y la misma evaluación del alumnado requería un conocimiento adecuado de los objetivos que dichos programas pretendían alcanzar. Además, con vistas a alterar los mismos objetivos, sea para incluir nuevas posibilidades o sea para eliminar los que no fuesen adecuados, Tyler proponía que estuviesen formulados de manera lo suficientemente explícita, en términos conductuales, elaborando matrices bidimensionales en las que se especificasen tanto los contenidos como los tipos de conducta esperados. El propósito último de todo este trabajo reside en la determinación de si un programa o currículum dado consigue los fines pretendidos y para ello es preciso, según este modelo, seguir los siguientes pasos: a) Determinar los fines generales del programa. b) Definir ¡os fines u objetivos en términos conductuales c) Buscar situaciones en las que se pusiese de manifiesto el logro de los objetivos. d) Desarrollar o seleccionar técnicas de recogida de datos. (test, etc....) e) Determinar si los objetivos se han alcanzado mediante su medición Como vemos, para los que utilizan este modelo la cuestión clave reside en determinar, clasificar, definir conductualmente y medir los objetivos, por lo que no es de extrañar que los trabajos de Bloom y sus colaboradores (1975) o los de Mager (1975) se puedan interpretar como proveedores de los recursos técnicos que posibilitan su concreción. A pesar de las críticas que se han realizado a este modelo con posterioridad, críticas centradas en su desconsideración de los efectos no esperados del currículum, de las variables del proceso o del propio contexto específico donde se desarrolla el programa, el modelo de Tyler tuvo la virtud de poner de manifiesto la necesidad de no reducir la evaluación a la mera calificación o medida de los resultados del alumnado ante las diferentes pruebas. Pretendía evaluar hasta los mismos objetivos generales del programa, lo que muestra una cierta apertura de enfoque que posteriormente se irá profundizando Como explicamos en otro lugar (Arrieta, 1985), el proceso de diversificación conceptual y técnica de la evaluación educativa puede estudiarse desarrollando las implicaciones de la acertada distinción, establecida por Scriven en 1967, entre evaluación sumativa y evaluación formativa. Conceptos que son útiles también para explicar las divergencias más significativas entre los modelos cuantitativos y cualitativos de evaluación así como para comprender el actual estado de la evaluación curricular, caracterizado por una proliferación de metáforas y modelos teóricos situados entre los extremos de un continuo interpretado a su vez, de diferentes maneras: entre lo psicométrico y lo iluminativo, entre el positivismo y el naturalismo, entre lo nomotético y lo idiográfico. De lo que no cabe duda es que en el ámbito de la evaluación, la tendencia general, al igual que en el campo más amplio de la investigación educativa, se ha decantado en el sentido de fomentar los estudios de tipo cualitativo, etnográficos o interpretativos. Los estudios nomotéticos dirigidos al establecimiento de leyes o a la toma de decisiones en términos de adoptar o no un proyecto curricular han dejado paso a los estudios hermenéuticos o idiográficos, en parte por la misma complejidad de la evaluación curricular, dado que su objeto no es homogéneo ni estático, es un proceso socio-político que implica la interacción entre los conocimientos, valores y opiniones de los que evalúan y los de los evaluados (incluso en el caso de que ambos coincidan -autoevaluación-). En nuestra caracterización del currículum y el desarrollo curricular, el elemento «evaluación» debe interpretarse tanto en términos de los aprendizajes de los alumnos (sin confundirlo con la mera calificación), como en términos de evaluación de nuestro propio trabajo, para lo cual se precisa que en todo proyecto curricular se incorpore lo que en el siguiente artículo se denominará «diseño de la investigación», esto es, un instrumento que está elaborado específicamente con vistas a la evaluación formativa del mismo proyecto. Con él se pretenden identificar aspectos del proyecto curricular que deben ser progresivamente mejorados, en especial los principios de procedimiento que se asumen para generar las actividades y tomar las opciones pertinentes en los distintos elementos del modelo didáctico utilizado. Por la potencialidad que subyace en la explicitación de los principios de procedimiento y su consideración como criterios que permiten evaluar nuestras prácticas docentes es por lo que, entre otras cosas, pensamos que son más adecuados que los objetivos como instrumentos para guiar cómo evaluar el proceso de desarrollo curricular. También las técnicas de observación y de recogida de datos han ido diversificándose conforme se generaban nuevas metáforas sobre la evaluación y conforme se iba poniendo de manifiesto que su objetividad no se debía interpretar únicamente en términos de utilización de procedimientos formales y exclusivamente cuantitativos, como puedan ser los tests de elección múltiple o el uso de tablas de observación sistemáticas. La evaluación implica siempre un juicio y, para elaborarlo, no siempre son necesarios (y nunca son suficientes) los procedimientos cuantitativos y formales. Los juicios y valoraciones basados en una clara conceptualización, apoyados en datos recogidos mediante procedimientos informales y/o cualitativos (diarios, entrevistas, relatos, grabaciones, etc.), son los que permiten avanzar y profundizar más directamente en el carácter formativo de la evaluación del material curricular e incidir en la reflexión sobre ¡a propia práctica y el perfeccionamiento profesional. El problema que existe a la hora de desarrollar una evaluación formativa que asuma dicho carácter, estriba en la determinación de los criterios con los que se va a juzgar y, en función de ello, en la decisión de qué se va a observar o qué datos se van a recoger. No basta con conocer técnicas cualitativas para recabar información puesto que lo que hacen falta son ideas que permitan juzgar el valor o la calidad de los procesos de enseñanza y aprendizaje observados. Sin embargo, en muchas ocasiones da la impresión que los partidarios de la evaluación cualitativa y de la investigación en la acción, al plantear sus modelos de desarrollo curricular desde una perspectiva anticientificista, rechazan la posibilidad de fundamentar la evaluación formativa en las teorías del aprendizaje y de la enseñanza. Ahora bien, sin referirse a ellas, sin disponer de un marco interpretativo de cómo aprende el alumno en situaciones de enseñanza, concretado en los principios de procedimiento no se puede realizar ninguna evaluación de tipo formativo. De hecho, esta evaluación la realizamos cotidianamente de manera intuitiva (qué son sino las recomendaciones que realizamos casi inconscientemente y que nos sirven de guía para decidir si la explicación o la actividad propuesta es adecuada o no para nuestros alumnos?), por lo que, querámoslo o no, recurrimos a interpretaciones que las teorías del aprendizaje han desarrollado ya (aunque posiblemente en un contexto muy diferente al que nos afecta), y a una teoría de la enseñanza que tenemos asumida como guía para la toma de decisiones LOS CONTENIDOS DE LA EDUCACIÓN Si los dos elementos anteriores han ocupado la atención preferente de los especialistas en teoría curricular y en didáctica general o especial, los contenidos de la educación han vivido también un proceso de revalorización fundamentado en diversos factores: — la línea de desarrollo curricular centrada en la estructura de las disciplinas, que enfatizaba la indagación o el descubrimiento como método; — el movimiento de «back to basics» a mediados de los 70, fruto de los excesos de las reformas anteriores; — los análisis de tareas, tanto los de orientación conductista como los cognoscitivos; — los análisis del contenido basados en la teoría del aprendizaje significativo o en la teoría de la elaboración; — los modelos curriculares de proceso y el enfoque racionalista del currículum. Efectivamente, la mayoría de los proyectos curriculares elaborados en la década de los 60 definían el contenido en términos de la estructura de la disciplina, por lo que consideraban a ésta como la fuente principal para determinar el currículum y de ahí el claro enfoque academicista que tuvieron. Los contenidos que no se consideraban parte esencial de la estructura de la disciplina se eliminaban, aunque estuviesen incorporados en los currícula tradicionales, mientras que se introducían nuevos contenidos y se pretendía que los estudiantes se implicasen en los procesos centrales de las disciplinas a través del descubrimiento de sus conceptos básicos. Por un lado se enfatizaba la organización lógica de la disciplina, considerando la selección y organización del contenido como la tarea central en el diseño curricular y, por otro, se intentaba ayudar a los estudiantes a convertirse en jóvenes científicos animándoles a inquirir sobre la naturaleza de la disciplina y a utilizar métodos de descubrimiento basados en la aplicación autónoma de los procesos característicos de cada materia. El fracaso del proceso generalizado de reforma de los currícula que tuvo lugar en la década de los 60, junto con las críticas que desde perspectivas psicológicas y didácticas se realizaron al aprendizaje por descubrimiento, propició el movimiento de vuelta a lo básico, a los contenidos y destrezas fundamentales que toda enseñanza general debe desarrollar, perfilándose la idea de un currículum «nuclear» que comprendiese un conjunto limitado de postulados básicos y aprendizajes esenciales. De esta forma se reforzó la idea del contenido curricular como el cuerpo de conocimientos mínimos que las instituciones educativas debían transmitir; idea que se reconvierte, desde una perspectiva funcionalista y cientificista, al interpretarlos como instrumentos para conseguir los fines deseados. En esta perspectiva el contenido curricular puede ser descrito en términos de tipos de conductas esperadas por el estudiante, recurriendo, para secuenciarlos y organizarlos verticalmente, a las jerarquías del aprendizaje elaboradas a partir del análisis conductual de tareas. Con ello se consiguió profundizar en una contradicción que desde entonces ha provocado fricciones en todos los intentos de desarrollar proyectos curriculares en relación con el perfeccionamiento del propio profesorado, a saber, la que reside en la conceptualización de los propios contenidos educativos: ¿hay que considerar su aprendizaje como un fin en sí mismo o hay que interpretarlos únicamente como medios para conseguir objetivos educativos más amplios? Contradicción que se pone de manifiesto, a nivel profesional, en el hecho de que los psicólogos y pedagogos tienden a acentuar su papel instrumental, esto es, su carácter indiferenciado con respecto a los objetivos, mientras que los docentes, sobre todo los especialistas de materia, insisten en que el objetivo que ellos se plantean es el aprendizaje de la misma, no comprendiendo en qué consiste la idea de utilizar los contenidos de su disciplina como medios para conseguir objetivos educativos de mayor rango de abstracción Una contradicción provocada por el propio sistema educativo, especialmente por no proporcionar una formación específica para la docencia a un gran sector del profesorado y por seguir manteniendo la ficción de que todo licenciado en una disciplina puede asumir labores docentes, y agudizada, además, por el escaso desarrollo material de las didácticas específicas de las materias y por la orientación teorizante que han seguido tanto la psicología de la educación como la pedagogía. En nuestra concepción del desarrollo curricular pensamos que los contenidos de la enseñanza deben interpretarse en términos amplios, en la línea defendida en el marco curricular para la enseñanza obligatoria de César ColI (1986), considerándolos como un elemento esencial a la hora de determinar tanto el método como los principios de procedimiento específicos y el diseño de la instrucción, pero profundizando en dos aspectos que la situación actual sitúa como determinantes de esa posibilidad: a) la distinción entre contenidos mínimos y ampliables b) el reaprendizaje de los propios contenidos por parte del profesorado. Con programas sobrecargados de contenidos como los actuales y en los que se identifica el saber más o el estar educado con la mera capacidad de reconocer, identificar o definir términos, no es posible desarrollar una enseñanza basada en estrategias y actividades de aprendizaje coherentes con planteamientos teóricos, sociológicos, psicológicos o pedagógicos plenamente asumidos por todos los profesionales de la enseñanza que intentan desarrollar una práctica consciente de su labor. La proliferación de hechos, destrezas y conceptos en los programas de la enseñanza obligatoria sólo pueden conducir a su aprendizaje memorístico y receptivo con vistas a la realización de los exámenes. Hecho que, por obvio, no habría ni que citar, pero que al verse contrarrestado por la inercia y por la facilidad y seguridad que proporciona para la realización de una evaluación sumativa y para la selección y calificación del alumnado, sigue jugando un papel determinante en la elaboración e implementación de los proyectos curriculares. El decidir sobre los contenidos mínimos que deben de centrar la atención del profesorado, como se está haciendo en diferentes informes internacionales sobre la enseñanza obligatoria, supone un paso adelante si se realiza asumiendo, aunque sea implícitamente, los principios de selección, variación, profundización y significatividad metodológica de los contenidos. Principios de procedimiento que podemos explicitar de la siguiente manera: — no incluir ningún tema que no pueda desarrollarse hasta el punto de que su aplicación resulte comprensible para todos los alumnos (selección); — distinguir un núcleo, exigible a todos los alumnos, del contenido adicional, que de manera optativa pueden estudiar los que lo deseen y puedan (variación); — desarrollarlos con tiempo suficiente para tratar los temas desde diversos ángulos y en varias aplicaciones (profundización); — supeditarlos a un contexto de resolución de problemas, esto es, introducirlo a través de situaciones en las que los alumnos vean y sientan la necesidad de los hechos, conceptos y procedimientos a aprender (significatividad). Ahora bien, la puesta en práctica de estos principios exige una valora y caracterización de los conocimientos por parte del profesorado que entra en contradicción con la dominante en la actualidad. De ahí la necesidad de un reaprendizaje de los contenidos por nuestra parte si queremos apropiarnos, en el sentido indicado en el artículo anterior, de nuestro propio trabajo. Con una concepción del conocimiento en la que predomina una visión erudita, empírica y deductivista del mismo, es virtualmente imposible llevar a la práctica docente dichos principios. Si nosotros mismos hemos aprendido los contenidos disciplinares en un contexto formal, totalmente alejado de su utilización para interpretar y transformar la realidad, difícilmente podremos realizar la necesaria transposición didáctica que todo proceso de enseñanza exige Dicha transposición implica el estudio de la o las disciplinas en términos mucho más filosóficos, epistemológicos, históricos, sociológicos y psicológicos que los que caracterizan la formación que hemos recibido, aunque sólo sea porque a través de la enseñanza no nos planteamos desarrollar la lógica interna de las disciplinas, sino que las utilizamos como un elemento más dentro de un proceso educativo. En éste, toda disciplina se falsifica en cierta medida, por lo que es imprescindible recurrir a un conocimiento de su papel en el desarrollo histórico y en la sociedad actual, su construcción desde un punto de vista tanto filogenético como ontogenético, las formas de razonamiento que promueve y las que no, sus posibilidades y limitaciones para interpretar e incidir sobre la realidad, etc., para minimizar dicha falsificación; aspectos todos ellos, que se han considerado como simple barniz cultural y no como conocimientos que ineludiblemente todo docente debe poseer y desarrollar a lo largo de su vida profesional para comprender y perfeccionar su propio trabajo. Como decíamos al comienzo del artículo, pensamos que el desarrollo del currículum debe entenderse como la práctica consciente del profesorado centrada en el elaboración de estrategias de enseñanza mediante la toma de decisiones en los elementos que la configuran y sobre los que se puede incidir personal o colectivamente. Aunque los tres elementos anteriores han centrado la atención de los diseñadores de currícula y los especialistas en diferentes materias, no cabe ninguna duda que lo que determina la calidad de los procesos de enseñanza y aprendizaje son las actividades que profesores y alumnos desarrollan en las instituciones escolares. El desarrollo de las prácticas instructivas y de las disciplinas relacionadas con el estudio, en especial el de la didáctica general y las didácticas especiales, permite comprender por qué es fácil detectar en la mayor parte de los proyectos curriculares contradicciones flagrantes entre las afirmaciones o principios asumidos respecto a las actividades y métodos de enseñanza propuestos y los ejemplos concretos de actividades propuestas (los Programas Renovados del M.E.C. constituyen un ejemplo paradigmático al respecto pues las que incluyen a modo de ejemplos son casi exclusivamente actividades de evaluación). Los estilos de enseñanza, la dirección del trabajo en las aulas, la interacción profesor- alumno en las mismas, et.,c constituyen variables que han sido investigadas de manera tan general, con conceptos tan inadecuados y recurriendo a procedimientos de observación tan sistemáticos como inapropiados para comprender las sutilezas de la interacción humana, que las investigaciones empíricas no aportan nada seguro, cierto y relevante, sobre cómo los profesores deberíamos proceder en las aulas. Pretender demostrar que es más conveniente utilizar métodos directivos o no directivos, estilos democráticos, autoritarios o de «laissez faire», preguntas convergentes o divergentes, etc., al margen de lo que ocurra en el resto de los elementos de la enseñanza que inciden en el proceso de aprendizaje (y no sólo los formales, sino los materiales, esto es, el profesor en su aula concreta, con sus particulares alumnos) aparte de no tener sentido por ser una tarea inabordable al modo científico, conduce al mantenimiento de los estereotipos y de los conceptos vagos y vacíos que pueblan el lenguaje educacional. Pero esto no quiere decir que no haya nada escrito que sea interesante sobre métodos y actividades de enseñanza y aprendizaje. Quiere decir simplemente que no hay que esperar de las investigaciones de tipo empírico respuestas definitivas a las hipótesis que se plantean al respecto. Si éstas se centran en el estudio de cómo determinados docentes, haciendo determinadas cosas con ciertos alumnos en particulares contextos, favorecen el aprendizaje, podremos avanzar en nuestro conocimiento de los procesos subyacentes, puesto que de esos estudios podremos aprender no tanto reglas generales que todo profesor debe de aplicar ciegamente, sino métodos explicitados y fundamentados a los que otorgamos nuestra confianza porque nos convencen, porque nos parecen plausiblemente, mejor que otros. No son tanto las reglas como las ideas sobre cómo actuar de manera coherente e inteligente, poniéndolas en cuestión al contrastar-las con su aplicación en nuestra práctica, las que nos ayudarán a mejorarla en el sentido en que nosotros interpretemos lo que se entiende por una enseñanza de calidad. Dado el fuerte énfasis que los modelos funcionalistas y cientificistas han puesto en los elementos objetivos y evaluación, y conocido el riesgo que subyace en los enfoques racionalistas y en el modelo de proceso de reforzar una visión academicista de la enseñanza, asumimos la apuesta de acentuar los aspectos propiamente metodológicos, las estrategias de enseñanza y las actividades de aprendizaje, como elementos centrales en la labor propia de todo docente al desarrollar un currículum. Ambas deberán referirse a los restantes elementos, esto es, a explicitar el desarrollo previsible de las lecciones y tareas indicando modos de relación que vamos a incorporar, tendremos que citar los objetivos y/o contenidos a que hacen referencia, cómo vamos a evaluar el proceso y su logro por los alumnos, con qué medios vamos a contar y cómo vamos a organizar el aula y los materiales, así como los restantes elementos considerados Por todo ello, pensamos que las experiencias de aprendizaje de los alumnos, previstas en las estrategias de enseñanza elaboradas, deben de constituir el centro de la atención del desarrollo curricular.

ARRIETA GALLASTEGUI, JOSETXU (1987). Andecha Pedagógica nº 18, 14-21

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